Avivando la ciudad: La discusión chilena en torno al concepto de Smart Cities
Por Matías Valderrama Barragán
Querámoslo o no, en el último tiempo el concepto de Smart Cities ha agarrado fuerte tracción en nuestro país. Ya sea intentando no quedarse abajo de las tendencias empresariales internacionales o buscando la ansiada modernización digital, tanto entidades gubernamentales como el mundo de la innovación están invirtiendo grandes cantidades de dinero en iniciativas, “desafíos”, políticas, proyectos e infraestructuras tecno-sensitivas. Aquí pretendo aterrizar en cierta medida la discusión que ha suscitado este vago concepto en nuestro país, revisando columnas y publicaciones en torno a las Smart Cities y luego problematizarlo fundamentado en parte de la reciente literatura.
Debate chilensis
En Chile el concepto de las Smart Cities está motivando a diversos actores y materializándose en diferentes proyectos, aún de manera muy fragmentada. Por ejemplo las empresas energéticas Enersis y Chilectra inauguraron en 2014 el “primer prototipo de ciudad inteligente de Chile” en el acomodado sector de la ciudad empresarial. El proyecto en términos prácticos se centra en instalar una Smart Grid que permita gestionar de manera “inteligente” el consumo eléctrico de la zona, esperando aumentar la eficiencia del sistema y disminuir la contaminación y congestión. Diferentes empresas estan levantando proyectos en esta misma línea y han surgido diferentes “challenges” y “torneos” con considerables sumas de dinero a repartir para innovaciones que hagan más inteligente diferentes ciudades del país como en Valparaíso y Temuco.
Desde el ámbito gubernamental, existen variadas iniciativas como las del Ministerio de Transporte y Telecomunicaciones en su Unidad de Ciudades Inteligentes (UCI). Esta unidad declara perseguir un enfoque más integral y holístico del transporte, presentando un espíritu y lenguaje propio del mundo de la innovación. Por medio de la co-creación e instancias de participación colaborativa se buscaría de manera “tanto tecnológica como social, el mejorar la experiencia de la movilidad en nuestras ciudades”. Como desarrollan en profundidad en su estrategia, ante las múltiples visiones en torno al concepto declaran lo que NO sería una ciudad inteligente:
Una ciudad inteligente, no es una aquella construida sólo por los gobiernos o las empresas; ni donde los problemas se resuelven solo con tecnologías; una ciudad centrada en bajar costos; o en que los sistemas que la componen no se interrelacionan: tampoco corresponde a una ciudad que carece de mecanismos de aprendizaje (Estrategia de Ciudad Inteligente para el Transporte. Chile 2020., 2015, p. 2)
Pero este concepto no solo llega a estrategías de unidades de ciertos ministerios, sino que el ideario de las Smart Cities ha permeado a tal nivel el aparato estatal que se ha vuelto parte de una política pública nacional. En la Agenda Digital 2020, bajo el objetivo de impulsar el crecimiento, la competitividad y productividad[1] del sector TIC en el país, el Estado se ha puesto como medida el promover las ciudades inteligentes. Quizás sin la visión integral de la UCI y sin profundizar en qué se entenderá por una Smart City[2] se propone levantar pilotos regionales de ciudades inteligentes, estimando que para el 2020 estén en funcionamiento “al menos 5 ciudades con algún foco estratégico inteligente” (p. 51). La ciudad de Santiago, supuestamente la ciudad más “smart” de Latinoamérica, sería el objetivo del primer piloto a nivel regional. Para ello, ya se encuentran políticos como el intendente de Santiago Claudio Orrego exponiendo planes por un Santiago Smart y se encuentran diferentes expertos están levantando estudios sobre “brechas” –principalmente en materia de seguridad, movilidad y emergencias- que deberían poder ser solucionadas mediante tecnología digitales.
Diferentes iniciativas ciudadanas también han adoptado el lenguaje Smart y se han levantado variadas herramientas digitales desde y para los ciudadanos buscando hacer la ciudad más inteligente. Por ejemplo el proyecto Stgo2020, mediante un pequeño dispositivo inteligente llamado RUBI, busca generar datos confiables sobre el uso de la bicicleta esperando que sirvan para un mejor diseño y ubicación de las ciclovías en la capital. Por otra parte, el sitio Knasta.cl bajo el eslogan “Cotiza de manera inteligente” con algoritmos va recopilando los precios de los principales sitios del retail para presentar como han ido variando los precios y así ver si las grandes “ofertas” lo son realmente.
Por su parte, la Fundación País Digital junto con otros organismos han generado diversos foros, mesas técnicas e institucionales para difundir y aplicar el concepto de las Smart Cities. Realizaron en conjunto con la Universidad del Desarrollo un ranking de ciudades inteligentes en Chile, una suerte de línea de base de 11 ciudades chilenas basándose en 28 indicadores con el fin de identificar en qué aristas deberían introducirse tecnologías digitales para hacer más eficiente y sostenibles las ciudades. Bajo estos expertos, las Smart Cities serían, entre otras cosas, “localidades más eficientes en el uso de sus recursos” lo que ayudaría a un comportamiento más verde del conjunto de la sociedad. Para ello, necesariamente el sector de las TIC sería convenientemente “el principal elemento” o un “pilar básico” para el desarrollo de las Ciudades Inteligentes (p. 16).
Pero también han surgido problematizaciones y voces críticas sobre este proyecto inteligente en nuestro país, quizás sin tanta tribuna y conexiones que los grupos a favor. Por ejemplo, desde la ONG Ciudad Emergente, Javier Vergara nos compele a dejar el énfasis en el carácter tecnológico de las apps y artefactos inteligentes para pasar a analizar los hábitos y actitudes inteligentes de los ciudadanos. Serían estos últimos el verdadero pilar de la ciudad en definitiva y no las tecnologías. Desde otro punto de partida, Paz Peña y Patricio Velasco de la ONG Derechos Digitales han planteado una crítica político-económica de estas crecientes iniciativas de Smart Cities, relevando sus caracteres neoliberales[3], el reforzamiento de una dependencia tecnológica con el Norte, las posibles vulneraciones a los datos personales que pueden generar y la creciente ubicuidad de las tecnologías de vigilancia o control[4]. Lo que nos lleva siempre a la pregunta de quienes son los dueños o los que están invirtiendo billones de dólares en estas nuevas tecnologías y qué intereses y expectativas tienen de por medio al promover ciudades “más inteligentes”.
Por último, se lanzó recientemente el libro “Ciudades en Beta”, editado por Martín Tironi y Jose Allard, en el que se intenta politizar el concepto de Smart City, yendo más allá de una visión técnica del concepto. Allí se entrecruzan diferentes visiones de lo que significaría este concepto. Por ejemplo para Jonathan Barton, a diferencia de la definición de País Digital, la Smart City no necesariamente sería sinónimo de una ciudad verde, precisamente se debe elegir de manera inteligente las tecnologías para apuntar hacia una ciudad más sustentable, de lo contrario se podrían replicar impactos negativos como la masificación del automovil.
Por otra parte, como exponen Tironi y Muñoz en el libro, un elemento relevante de la Smart City sería la banalización de sensores y dispositivos digitales por la ciudad, que permitirían sentir y cuantificar diferentes activos de la vida urbana para generar largas bases de datos digitales -o Big Data. Con estos datos, según el proyecto tecno-inteligente, se podrían tomar mejores decisiones de manera más informada sobre diversos ámbitos. Ante esto, Briceño plantea que el desafío de la Smart City se centraría entonces en cómo hacer que los datos no solamente sirvan para fines privados, sino también tengan una orientación pública (p. 24). No obstante, el desafío es más complejo y políticamente urgente, requiriendo una problematización ética de la propia cuantificación y algoritmización de la ciudad, relevando sus límites ante los discursos tecno-optimistas. Se vuelve necesario producir con y desde la sociedad civil nuevos marcos regulatorios sobre estas tecnologías. Por ejemplo, Nicolás Rebolledo en el libro plantea de similar manera a la crítica de Peña y Velasco, que el problema no radica en cuán smart podrían llegar a ser nuestras ciudades ante la ubicua y miniaturizada computación sino más bien en
cómo vamos a ser capaces de gobernar la complejidad de estos procesos de cambio socio-técnico con el fin de que la transformación urbana esté al servicio de crear mayor valor público para la sociedad y las personas, y no solo crear valor para los productores de tecnología (2016, p. 36).
Para ello deberíamos partir desde la demanda y anteponer a las personas antes que las tecnologías bajo el cuestionamiento de qué queremos producir al digitalizar y sensorializar nuestras ciudades, muy en la línea de lo planteado por Javier Vergara.
Un concepto problemático
Todo este reciente debate nos plantea como un proyecto tecno-inteligente importado desde el Norte está suscitando un involucramiento de una serie de actores y organizaciones en una creciente e interesante discusión local.
Ahora bien, es de utilidad analítica para el debate el poder distinguir entre las práctica inteligentes y el proyecto tecno-normativo de las Smart Cities, pues como mencionan Tironi y Allard en la introducción del libro “Ciudades en Beta”, los sistemas de expertos o tecnócratas no deberían tener un monopolio de lo smart, sino que otros actores, colectivos y entidades también pueden realizar prácticas que subviertan y hagan a su manera más “inteligentes” sus entornos cotidianos, sin necesariamente mediar con sofisticadas tecnologías de cuantificación. La inteligencia urbana entonces sería múltiple y situada. Por ejemplo, el español Tomás Sanchez Críado en el libro nos compele hacia una inteligencia ciudadana, basada en una democratización y redistribución radical del diseño de nuestras ciudades, que vaya más allá de asunto de unos expertos en planificación urbana o TICs y pase a ser un “asunto de cualquiera”. Domenico Di Siena, no sin cierto tecno-optimismo, nos llama por su parte hacía una mayor inteligencia colectiva[5], pero siempre esa inteligencia debiese ser situada y cuidadosa con sus territorios locales. Pero todas estas versiones de inteligencia corren en paralelo al frágil y experimental proyecto tecno-inteligente, a veces convergiendo y a veces entrando en franca oposición. Haciendo esta distinción, se podría enfocar el análisis en cómo el proyecto de las Smart Cities, por su lado, presenta una bien particular y contingente versión de inteligencia que sería alcanzada mediante “soluciones tecnológicas” y la mencionada generación de datos en tiempo real de la ciudad. Dicho proyecto, convenientemente impulsado por la industria IT, se basaría -inicialmente al menos- en la premisa que los problemas de la ciudad surgen por errores de coordinación y asimetrías de información entre actores, y que pueden ser “solucionados” al agregar más tecnología, aparentemente neutra, autónoma y “disruptiva”[6].
No obstante, si concebimos la tecnología y la sociedad como entidades que se constituyen y moldean mutuamente, debemos complejizar la mirada. La cuantificación de la vida en la ciudad no la hará más eficiente y sustentable o hipervigilada y dependiente necesariamente ni de manera unidireccional desde sus propietarios o dueños a sus poblaciones objetivo o end-users. Hay enredos complejos, relaciones bidireccionales y limitaciones prácticas por visibilizar. Esto no quiere decir que la pregunta político-económica no sea relevante y quitarle agencia a los intereses de sus controladores que se imbrican en estas tecnologías, sino reconocer que las formas de adoptar estas tecnologías también importan a la hora de analizarlas, llegando incluso a subvertir tales proyectos o permitiendo una crítica inclusive más situada y fundada de estas tecnologías. En definitiva, son las interacciones creadores-tecnologías-usuarios (ya sea humano o no-humano), en sus particulares contextos, en donde empíricamente emerge el espacio social de la ciudad. Esas interacciones cotidianas pueden potenciar las consecuencias nocivas de las tecnologías sobre derechos fundamentales, así como también puede manifestarse en la práctica que no cumplen las expectativas, no funcionan u operan del modo esperado o “inteligente” –bajo una bien cerrada forma de inteligencia- y alentando a su descarte. Pueden ser re-interpretadas por sus usuarios de maneras creativas y completamente inesperadas por sus controladores (el caso de Internet puede ser el más ejemplificador de esto) o inclusive pueden terminar siendo no adoptadas por sus ciudadanos terminando en un claro despilfarro de dinero. Por ejemplo, las iniciales notas etnográficas de Ding Wang en la ciudad tecno-inteligente de Songdo muestran como las Smart Cities pueden terminar sin ciudadanos, vacías y sin vida.
De modo que hay una escala de grises entre lo que el proyecto de la Smart Cities promete bajo determinados intereses, y la materialización de dicho proyecto en las prácticas de los ciudadanos. Por ejemplo Hollands plantea sencillamente la pregunta “Que se pare la Smart City” porque en la práctica no existiría alguna ciudad como tal, queda siempre en una promesa. El propio Boyd Cohen, uno de los más entusiastas de las Smart Cities ha planteado: “todas las Smart Cities están en camino a ser más inteligentes, pero ninguna de ellas ha llegado a la meta”[7]. La actual inexistencia del proyecto de la Smart City es defecto pero también virtud para algunos, pues al estar en una fase beta o en constante emergencia y dinamismo, cualquiera puede agarrar sus conceptos para sus intereses, convirtiéndose más bien en un horizonte normativo (más tecnología, más generación de datos para…) sumamente voluble. Por ello, desemboca muchas veces en una estrategia discursiva para potenciar convenientemente a la industria tecnológica[8] y ajustarse a x situación, más que en un programa claro y definido.
Más aún, como se observa en el caso chileno, variados actores desde diferentes ámbitos, tanto entidades gubernamentales, organizaciones ciudadanas como empresas transnacionales, inclusive en franca oposición entre sí, pueden adoptar el mismo discurso basal del proyecto tecno-inteligente y usar el mismo concepto sumamente cargado de la Smart City. Esto genera una serie de dificultades conceptuales. Como han dejado en claro Albino et al. (2015) en una minuciosa revisión de este concepto en la literatura, el proyecto de la Smart City se vuelve multifacético y se re-interpreta de autor en autor y de ciudad en ciudad. Más aún, encuentran que ha ido variando dinámicamente en los últimos años pasando de uno sumamente centrado en las TICs en sus inicios a uno que pone énfasis en los ciudadanos y las comunidades –en parte por las variadas críticas que recibieron en un principio. Esto último resulta sumamente sugerente cuando vemos en el debate chileno que ciertos actores como Pais Digital abogan por la versión más inicial del concepto, en que la tecnología es el pilar fundamental; en cambio otros actores como la UCI o las organizaciones no-gubernamentales están abogando por este giro hacia el ciudadano antes que la tecnología inteligente.
Ahora bien, este giro hacia las personas como centro por sobre las tecnologías, debiese desembocar más bien en un cambio de concepto, hacia uno más propio y local, antes que en un intento por resignificar el concepto en inglés. De lo contrario nos mantendremos en la promesa siempre irrealizada de la Smart City, en ese horizonte normativo y en parte tramposo cuando nos basamos en definiciones absolutas de difícil medición, pues nunca podremos decir “ya hemos hecho suficientemente smart a la ciudad”. Nos mantendríamos siempre en la vaguedad del umbral entre la ciudad tonta y la ciudad inteligente.
Ante cualquier falla, fricción o sesgo se podrá decir que aún nuestra ciudad no es lo suficientemente inteligente, le hace falta más sensores, más “co-creación”, más dispositivos de medición, más procesamiento de datos, más innovación, más algoritmos, más emprendimiento, más tecnología, etc. Cuando el tema quizás no sea ese, sino la falta de sentido que nos genera un proyecto extranjero y difuso o traducido de manera útil para ciertos sectores de la sociedad y no otros. Tomando algunas de las palabras de Paula Girón comentando el libro “Ciudades en Beta” y quizás exagerando el argumento, antes de preguntarle al ciudadano o ciudadana qué significaría para este la Smart City, debiésemos hacer la pregunta ¿Qué concepto de ciudad desearía? Y probablemente el de Smart City no aparecerá por ningún lado.
Para terminar quería proponer una re-conceptualización. De manera sugerente, diferentes entrevistados en los estudios bajo el Fondecyt nos hablan de la inteligencia a la chilena como “astucia” o más coloquialmente como “viveza”, “ser más vivo que el otro”. La ciudad viva quizás podría ser ese deseable concepto buscado, más propio y práctico que el de la Smart City, no solo porque pone de relieve la vitalidad del espacio urbano, además nos compele a una ciudad que esté despierta a las problemáticas sociales y abierta a los eventos e incertezas –sean jurídicas o de cualquier índole. Obliga a responder de manera astuta, con la chispeza del chileno. Ciertamente los sensores y las tecnologías digitales pueden darle una nueva vitalidad a las cosas del mobiliario urbano, sobre todo con la creciente tendencia extranjera del Internet of Things –de similar optimismo que las Smart Cities. Pero la vida social de la ciudad también la generan las personas, animales, climas, sus especiales formas de comunicación, sus espontaneidades, sus protestas, el colorido paisaje urbano, sus conflictos, su arquitectura, etc. Defender la vida de la ciudad implica salvaguardar su bullicio y las formas de apropiación de la ciudad, inclusive las más poco “smart”. De modo que la ciudad viva implicaría estar despiertos y ser astutos ante la tecnología. Los datos digitales ciertamente pueden servir de insumo para la toma de decisiones, pero estas decisiones también se fundan en otros aspectos políticos, económicos y también deberían fundarse en cuestiones éticas, que requieren de una viveza diferente. Se vuelve relevante ser astutos en el uso de la tecnología, de invertir recursos e instalar infraestructura, pues de lo contrario, otros personajes siguiendo sus propios intereses habrán sido más vivos que nosotros.
Referencias
Albino, V., Berardi, U. & Dangelico R. M. (2015). Smart Cities: Definitions, Dimensions, Performance, and Initiatives. Journal of Urban Technology, DOI: 10.1080/10630732.2014.942092
Hollands, R. G. (2008). Will the real smart city please stand up? Intelligent, progressive or entrepreneurial? City, 12 (3). DOI: 10.1080/13604810802479126
[1] Términos recurrentes en el documento a la hora de hablar de este tema.
[2] Según el documento se deja entrever que sería una ciudad que se focalizaría principalmente en la masificación de la Internet de las Cosas.
[3] Agregando capas a la crítica de Peña y Velasco al carácter neoliberal que puede devenir el proyecto Smart bajo el rol subsidiario del Estado, uno también podría encontrar tintes neoliberales en la construcción de un individuo cuantificado que no solo produce datos de manera constante y sin muchas veces estar si quiera al tanto, sino que también es afectado por esos datos, ya sea haciéndose cargo individualmente de sus rendimiento, así como también por las políticas públicas que se justifican en esta información. Por otra parte, los “ciudadanos” de la Smart City serían aquellos sentidos, contados y calculados por los dispositivos digitales, los que se resistan o no tengan acceso a la tecnología, no serían considerados y tomados en cuenta, obligando en parte a una cuantificación del yo para ser incluido.
[4] La Vigilancia a la Foucault y el Control a la Deleuze, son conceptos que pueden llevar programas diferentes y se vuelve relevante indagar en cuál se podría inscribir el proyecto de la Smart City o si acaso este ya presenta propiedad que van un paso más allá.
[5] Rememorando el aparataje conceptual del filósofo tunecino Pierre Levy que quizás ya está un tanto desactualizado en torno al estado actual de las tecnologías digitales.
[6] Concepto injustamente manoseado en este tipo de discursos.
[7] Traducción propia. Frase original: “All smart cities are on the journey towards being smarter, but none of them have arrived”
[8] El ejemplo de la Agenda Digital 2020 es el más claro de ello.